Jaime Torres Guillén
Es común confundir mapa con cartografía. En español se usan como sinónimos y no es raro verlos aparecer en documentos escolares y textos científicos. Sin embargo, conviene precisar el significado de cada cual y sus efectos en la realidad. La cartografía es un instrumento de los Estados con la que se representan fronteras y territorios de ocupación. Fue pieza clave en las Cortes europeas desde donde se planeaba la ocupación y colonización del “Nuevo Mundo”. Acompañaba al otro instrumento del colonialismo: la exploración (eclesiástica, militar y científica). Filósofos del poder como Carl Schmitt reconocieron que la cartografía no sólo permitía orientarse en la navegación colonial, sino servir de dispositivo jurídico para reclamar titularidad de una terra incognita.¹ Por lo menos desde el siglo XVII, exploración y cartografía son instrumentos técnicos con los que se establecen los criterios para las reglas del orden socio-espacial o del actual “reordenamiento territorial”. En la historia del colonialismo, de alguna manera la cartografía ha sido una ciencia de príncipes, por lo que se podría decir que es un instrumento de control estatal del espacio.² Reproduce los territorios como globo o planeta abstracto, con la finalidad de tomar tierras u ocuparlas.
Los mapas son construcciones perceptivas de algún lugar, esto es, de “un orden del ser cara a cara con mi cuerpo”.³ Cuando se hacen, siempre vinculan el territorio con algún interés colectivo, puede ser con una amenaza a la salud de la población, con el cuidado de fuentes de agua, con una falla geológica, con el florecimiento de la biodiversidad o la vida de los símbolos de una determinada población.⁴ Los mapas no representan cómo el mundo puede ser visto, sino cómo lo percibimos corpóreamente al convivir en él. No enfatizan un espacio abstracto, sino el lugar como percepción y memoria. Por eso permiten orientarnos en nuestro territorio y saber del suelo que pisamos.
Los mapas son fundamentales en nuestras vidas porque orientan las rutas de nuestras ideas y nuestro caminar. Por ejemplo, un mapa mental permite aclarar los conceptos e ideas de un pensamiento y ayuda a expresarlo mejor ante los demás. Un mapa del barrio o comunidad donde vivo ayuda a enriquecer la pertenencia por el símbolo y experiencias que tengo de los lugares. El mapa es de la colectividad que lo trabaja y cuando lo impulsa tiene efectos muy poderosos. Esto es, tiene efectos porque con él se proponen acciones como disputar una realidad territorial que antes del mapa era invisible o no tenía tanta importancia.
Para hacer mapas no se necesita a profesionales de la cartografía, aunque esto no significa que no podrían participar en la elaboración de éstos. De hecho, podrían enriquecer la creación de los mapas. Sin embargo, cuando se quiere abordar un territorio sólo desde la cartografía no pocas veces se utiliza a ésta de forma descriptiva. Los sistemas de información geográfica (SIG) por lo general trabajan con un enfoque gráfico, cartográfico y estadístico. Dejan de lado la percepción del lugar de quienes habitan los territorios cartografiados. Esto es, no toman en cuenta la construcción de mapas de la gente. Es verdad que la construcción de mapas puede implicar un pensamiento cartográfico, pero su énfasis no radica en la técnica, sino en su capacidad de comprender lugares, su historia y compartirlo con las demás personas, por el interés colectivo que desencadena hacerlos. En la elaboración de mapas donde está implicada la gente común, la cartografía como técnica queda subsumida a las intenciones de éstas.
Así, cuando se conecta la cartografía con los mapas se transforma el sentido de la relación entre los elementos cartografiados.⁵ Lo potente de este trabajo es el ejercicio intelectual de relacionar las escalas (barrio, municipio, ciudad) con información (cultural, alimenticia, de salud) y la percepción intersubjetiva del lugar. Aquí la representación cartográfica no es una mera abstracción porque está anclada en la experiencia del lugar de las personas, su historia y en el trabajo teórico que se desarrolla. Existen experiencias que apuntan hacia esa perspectiva. Por ejemplo, los mapas participativos comunitarios,⁶ mapas comunitarios de riesgos⁷ o el mapeo colectivo.⁸
En México y en no pocas regiones de América Latina existen pueblos en resistencia contra el desarraigo de sus lugares. Se defienden ante la tendencia de las metrópolis del capitalismo tardío⁹ de borrar sus fronteras, límites y confines para integrar los cuerpos de las personas a un espacio representado como unidad geográfica y económica homogénea. Esta tendencia de homogeneizar espacios entorpece nuestra habilidad para identificar lugares y los vínculos que nos unen a éstos. Nos distancian de la vecindad y desencarna nuestro trato. Al impedir caminar los lugares, con los espacios representados por el gran capital, se bloquea cualquier pretensión ética del territorio.
Las luchas de los pueblos por defender lugares están llenas de sentido. Es un batallar cotidiano contra el desarraigo y por el rearraigo. Ahí donde se habilitan espacios para los grandes centros comerciales y de servicios, colosales avenidas y periféricos, corredores y parques industriales, se activan pequeñas fuerzas cuturales, simbólicas, políticas, artísticas y educativas, que defienden lugares. Su resistencia reside precisamente en su pequeñez, esto es, en la capacidad para sostenerse en soledad, mientras que la inmensa masa de “ciudadanos” mira con optimismo el avance tecnológico de los corporativos que prometen futuro al mismo tiempo que impiden el encuentro de a pie y sin plan de la gente común. Si observamos con detenimiento las construcciones actuales de los llamados “espacios públicos” (estadios, museos, sala de conciertos, centros comerciales, teatros) excluyen el encuentro espontáneo de la gente porque reunirse ahí supone una planeación de individuos aislados autorizada por el mercado capitalista y el Estado.
Entonces, el sentido del lugar de los pueblos en resistencia no supone “construir o apropiarse del espacio público”, sino vivir en los lugares que se elige para prosperar y recrearse en el cotidiano. Los pueblos en resistencia no reclaman un “derecho a la ciudad” sino los lugares de su territorio propios de la convivencialidad. En un lenguaje propio de nuestro sentipensar latinoamericano, quieren convivir como pueblos y no como meros ciudadanos individuales¹⁰ a los que se les impone un “estilo de vida” para consumir. Contra la gramática arquitectónica del poder que clausura lugares y los convierte en zonas inaccesibles, que aumenta el peso y tamaño de su urbanización, que distancia a las personas de su vecindad y que impone verticalidad en edificios para concentrar a personas según ingresos, los pueblos construyen mapas para liberar sus lugares de los corporativos industriales, la especulación financiera e inmobiliaria.
Alrededor de la zona metropolitana de Guadalajara, Jalisco, existen varios de estos pueblos. Sus nombres son Santa Cruz de las Flores, Juanacatlán, El Salto, Tonalá, Ixcatán, Huaxtla y San Lorenzo, sólo por mencionar los que, a través de las luchas de su gente, he aprendido un poco de lo que planteo en este breve texto. Pero es seguro que existan muchos otros en otras latitudes donde el territorio es vivido espacialmente en los lugares donde la gente hace su cotidiano en referencia a la tierra.
Quienes vivimos en las ciudades mucho podríamos aprender de los mapas y el sentido del lugar del que he hablado. Sobre todo porque frente a las versiones siempre sombrías de la urbanización, en las ciudades también hay lugares donde coexisten diversas formas de vida que, en el encuentro no planeado, sin rutas, ni diseños de vida programados, la gente común va imaginando, no sin dificultades, la capacidad y práctica de hacer sus lugares los cuales dotan de convivencialidad. Son pequeños también; he ahí su resistencia.
Por ejemplo, el Comité en Defensa del Bosque del Nixticuil, la Librería La Rueda o Huerto en el Barrio, son lugares que construyen y recrean constantemente las personas. Si trazamos sus mapas, veremos que tienen un sentido convivial que está muy lejos de las cartografías que elaboran agentes estatales o profesionales de la geografía. Este sentido sólo puede interpretarse en el cara a cara, en el encuentro sin plan y en la tierra que pisamos.
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Artículo publicado en ‘Ojarasca’, de La Jornada
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NOTAS:
1. Carl Schmitt, El Nomos de la Tierra en el Derecho de Gentes del “Jus publicum europaeum” (Trad. Dora Schilling Thon). Buenos Aires: Ed. Struhart y Cía, 2003, p. 125.
2. J.B. Harley, La nueva naturaleza de los mapas. Ensayos sobre la historia de la cartografía. Comp. de Paul Laxton; introd. de J. H. Andrews; trad. de Leticia García Cortés, Juan Carlos Rodríguez. México: FCE, 2005. p. 84 y ss.
3. Jean Robert, “El lugar en la era del espacio”, en Fractal no. 88, disponible en https://www.mxfractal.org/articulos/RevistaFractal88Robert.php
4. Denis Wood., The Power of Maps. Nueva York: The Guilford Press, 1992. p. 10. 5. Tom Koch. Cartographies of disease: maps, mapping, and medicine (New expanded edition). California: Esri Press, 2017, p. 3.
6. https://sswm.info/es/taxonomy/term/2646/locality-mapping
8. https://geoactivismo.org/wp-content/uploads/2015/11/Manual_de_mapeo_2013.pdf
9. El capitalismo tardío es un término con el que Ernest Mandel demuestra que las bases del modo de producción que explicó Marx siguen operando en el capitalismo contemporáneo por lo que se engañan quienes insisten en que la intervención estatal y la innovación técnico-ingenieril son capaces de neuTralizar el despliegue a largo plazo del capital. Ernest Mendel, El Capitalismo tardío. México: ERA, 1979, p. 485 y ss.
10. El pensamiento crítico europeo rechaza el concepto de pueblo porque sus referencias son los contractualismos de Hobbes o Rousseau, quienes lo vinculan siempre al Estado. Por eso utilizan la abstracción de multitud. En América Latina, pueblo se refiere a una pluralidad de colectivos, grupos, comunidades, que resisten y enfrentan a las élites y oligarquías de la región.