Enrique Encizo Rivera
Muy allá, como en la década del cincuenta o a principios de los años sesenta, en El Salto, Jalisco, se estrenó el programa escolar de doble turno. Por angas o mangas algunos del barrio entramos al turno vespertino que iniciaba con este modelo “Escuela Mártires de Río Blanco”. La escuela tenía de vecino por el lado donde sale el sol, el río, por el lado Norte “Los Llanos”, extensiones de tierras siempre verdes que estaban como tuétano en el hueso, entre un caserío llamado La Haciendita y en el otro lado Las Cuadras, construcciones del inicio de la época industrial de estos pueblos a finales del siglo XIX.
Pues bien, al terminar las clases ya de pelada para nuestras casas de pobre, (chozas hechas con materiales aristócratas, adobe, carrizo o teja), apenas saliendo de la escuela donde empezaban Los Llanos, venteábamos algo que venía de lejos, del mercado, como a 15 minutos caminando. Era el olor de los chicharrones de res. Corríamos para alcanzar algo. Los regalaban, te daban tu envoltorio de periódico con los chicharrones adentro y se comían con gordas frías. Si no hacías mucho caso al tufo como de echado a perder, eran sabrosos.
Como ven, esta pandilla de niños harapientos, no solo tenían entre sus posesiones las postales de los paisajes escénicos del territorio, casi salvajes, también formaban parte de su patrimonio, los olores. Conocimos el olor del camarón seco tostándose para las tortitas en la cuaresma, el olor del maíz tostado molido en el molino del pueblo para hacer el pinole; los fuertes olores de los chivos, los puercos; el embriagante olor de los nardos, del huele de noche, de la gardenia y tantos olores que percibíamos. Los olores no son estáticos, se producen y necesitan cuidados.
Dicen los estudiosos que existen más de un billón de olores en el mundo pero que nosotros los humanos solo tenemos más o menos 400 receptores de olor en la nariz. Probablemente un olfato bien adiestrado podría distinguir, sin exagerar, millones de olores diferentes. Sin embargo, acá en nuestros pueblos el olfato se ha convertido en “el hijastro bastardo de los sentidos”. Estamos a punto de quedarnos ciegos de la nariz, de padecer anosmia. Solo percibimos cuatro olores bien identificados: si viene donde nace la aurora, es el río, si viene del Norte, huele a basurera, si viene de donde se forma el ocaso, es el incinerador y las industrias.
Ahora que ya somos árbol a punto de ser leña, a veces para recordar lo impotente que somos, viajamos. En esos recorridos por espacios ajenos de repente percibimos algún olor que pica la nariz, duele y huele a huevo podrido, podemos decir con toda autoridad, sin temor a equivocarnos, huele a río. Si huele a naranja podrida con un olor nauseabundo huele a basurera, si el olor es a hueso quemado, a plumas chamuscadas de gallina es que huele a incinerador y si huele almendras amargas (cianuro) huele a fábricas. Así vamos por el mundo cargando estos olores impuestos por unos pocos que tuvieron una ocurrencia dolorosa: exterminar los antiguos olores comestibles de nuestros pueblos.