Jaime Torres Guillén
GRAMÁTICAS SOCIOAMBIENTALES PARA EL PORVENIR
El evangelio de la modernización y el progreso se promueve por todas partes. Su anuncio se atribuye a gobiernos de derecha o centro que controlan Estados procapitalistas, pero se fortalece con los gobiernos de izquierda progresista. El paraíso prometido es la ciudad industrial con sus cotos residenciales, televisión por cable y cochera para dos autos. El goteo hacia abajo de esta promesa se conecta con el derecho a democratizar el mayor gasto de energía posible por habitante.
Concretar la “buena nueva” requiere inversión en petroquímicas, presas, carreteras, minas, industrias químicas, gasoductos, zonas económicas especiales, termoeléctricas y corredores industriales. Los Estados son buenos promotores vocacionales al crear espacios propicios para materializar esta. Digamos que el fin de los tiempos es su especialidad. Como creen que la promesa que anuncian se ha cumplido, arengan por todos lados “There is no alternative”.
Esta verdad definitiva convierte a quienes dirigen los Estados y sus aliados emprendedores en escépticos del colapso ambiental en marcha. Si niegan que existen enfermedades causadas por derrames tóxicos a ríos y lagos o que los clorofluorocarburos (CFC) que desprenden los frigoríficos industriales destruyen la capa de ozono estratosférica, es porque se han inmunizado contra toda duda. Han trascendido al otro lado de la incertidumbre.1 Por tanto, ya no son de esta Tierra.
Frente a este evangelio que desprecia la Tierra y a quienes la habitan, se despliegan por todas partes gramáticas socioambientales. Estas gramáticas son prácticas que las personas realizan para que se les reconozca como sujetos con capacidad de juzgar y actuar sobre lo que ambientalmente les daña. Algunas gramáticas socioambientales fueron reconocidas con el concepto de justicia ambiental. Pero, aunque estas gramáticas tienden puentes con ese concepto, no significan lo mismo.
La idea de justicia ambiental surgió a principio de los años ochenta en el sur de Estados Unidos, en el marco de las luchas de comunidades afroamericanas pobres contra los responsables de verter desechos tóxicos en el aire, el agua y el suelo en las zonas donde habitaban. El concepto ganó terreno luego de demostrarse que los procesos de selección para construir plantas y complejos industriales tendían a elegir áreas con poblaciones pobres y de origen afroamericano.2 Este “racismo ambiental” definió en términos jurídicos el concepto de justicia ambiental en Estados Unidos y con el tiempo se extendió a otras latitudes.
Algunos casos de justicia ambiental son el de Lois Gibbs, quien por los años setenta descubrió y denunció que su barrio Love Canal de Niagara Falls en Nueva York estaba construido sobre un enorme vertedero de productos químicos tóxicos; el movimiento de Reclaim the Streets en Gran Bretaña, que a principios de los noventa detuvo construcciones extensas de carreteras; o el caso de las protestas ciudadanas en Nápoles, Italia, contra los ineficaces sistemas de recolección de basuras.
La justicia ambiental es un referente importante para la lucha contra el evangelio de la modernidad y el progreso, pero se limita a los marcos normativos de los Estados. Las gramáticas socioambientales en cambio desafían la imaginación de los sistemas jurídicos vigentes. Su contenido no sólo son las razones con que determinadas personas justifican sus acciones ante un ambiente (minas, carreteras, desarrollo urbano, derrames tóxicos, contaminación de ríos) que las lastima. Lo más importante de sus prácticas es que se reconozca lo que nos daña y la lucha por seguir en la Tierra.
Seguir en la Tierra no debe confundirse con “retornar, preservar o cuidar la naturaleza”. La idea de naturaleza como realidad exterior o un “afuera” de la sociedad es un mito. Eso que llamamos naturaleza en el mundo que vivimos no es otra cosa que producción, o mediación socio-histórica del capital. Esto quiere decir que, en el modo de producción capitalista, ninguna piedra, monte, cerro, animal, río u océano “continúa inalterada y ninguna cosa viva queda intacta”.3 Todo es mercancía. De ahí que, para los apologetas del crecimiento, verter metales pesados a un río no sea un riesgo ambiental a la vida, sino una transferencia de costos a un pueblo, una colonia o una comunidad.
Seguir en la Tierra significa luchar contra el desarraigo, contra aquello que nos torna indiferentes al espacio que habitamos y disputamos. Muchos pueblos llaman a esto luchar por la vida y el territorio. Es tomar el control de las distintas formas de vivir, de convivir y de defender el territorio. Existen numerosos ejemplos de esto. En India, la organización popular Narmada Bachao Andolan que se opone a la construcción de la presa Sardar Sarovar en el río Narmada; en Nicaragua, la comunidad Mayagna de Awas Tingni que luchó contra la concesión otorgada por el Estado a una compañía internacional de explotación forestal en sus territorios; en Guerrero, México, el Consejo de Ejidos y Comunidades Opositores a la Presa La Parota; en Morelos, Puebla y Tlaxcala, los pueblos nahuas contra el Proyecto Integral Morelos; y en Jalisco, la organización popular Un Salto de Vida contra el complejo circuito industrial de empresas, basureros y fraccionamientos.
Todas estas y otras tantas más son gramáticas socioambientales. Quienes queremos seguir en la Tierra tendríamos que escucharlas, entenderlas y apoyarlas. No habrá que confundirlas con la industria de los derechos humanos, las gestiones técnicas del desastre ambiental o la administración ingenieril de los efectos perversos de la modernidad. Éstas sólo trasladan los problemas ambientales de un sitio a otro, los dispersan o transfirieren a una escala diferente.
Estas gramáticas tienen un contenido y una práctica profunda que no se encuentra en ninguna teoría social, análisis marxista del capital, estudios subalternos o crítica poscolonial. Para captarlo se requiere un arte de prestar atención, una imaginación “capaz de encarar consecuencias que ponen en juego conexiones entre lo que tenemos la costumbre de considerar como separado”.4 Nos remite a pensar que las condiciones geológicas, ecológicas y climáticas de las que depende la vida humana y no humana están comprometidas. Nos exige comprender que luchar por la vida no significa tomar buenas decisiones socioeconómicas y tecnológicas, o cambiar el capitalismo por el socialismo o el progresismo, sino captar el sentido profundo de todo aquello que nos daña en un sentido espacial y socioambiental. Si las escuchamos y comprendemos, aprenderemos a dibujar los territorios que vamos a necesitar para existir en la Tierra.
Quienes practican gramáticas socioambientales tienen los pies en la Tierra, saben que el ambiente cambia y se degrada más rápido que la sociedad, por lo que el futuro es imprevisible. En sus disputas cotidianas con agentes del Estado y el capital aprendieron que “desarrollo sustentable” o “energías no contaminantes” significa un porvenir ecotóxico. Por eso deciden luchar y seguir en la Tierra con lo que tienen a la mano. Esta decisión es diversa, cabe en ella la alegría, pero es seria. Hacer nuestra tal decisión podría ayudar a quienes también decidiéramos seguir en la Tierra a no cerrar los ojos ante aquello que, velozmente, viene hacia nosotros.
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Artículo publicado en ‘Ojarasca’, de La Jornada
https://microadmin.jornada.com.mx/ojarasca/2021/05/07/seguir-en-la-tierra-6311.html
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1. Bruno Latour, Cara a cara con el planeta. Una nueva mirada sobre el cambio climático alejada de las posiciones apocalípticas, Buenos Aires: Siglo XXI, 2017, p. 224.
2. Robert D. Bullard, Dumping In Dixie: Race, Class, And Environmental Quality, Boulder, CO: Westview Press, 2000.
3. Neil Smith, Desarrollo desigual. Naturaleza, capital y la producción del espacio, Madrid: Traficantes de Sueños, 2020, p. 22.
4. Isabelle Stengers, En tiempos de catástrofes. Cómo resistir a la barbarie que viene, Barcelona: Futuro Anterior Ediciones/ NED, p. 59.